Recuperarse
He de admitirme un par de cosas. En primer lugar, he de admitirme que después de cierto tiempo de tener ciertos diagnósticos, uno deja de cuestionárselos, uno comienza a interiorizarlos y de una u otra manera, la nomenclaura médica que uno va adquiriendo, sobre cerebros, “reacciones químicas”, “axiomas”, “neurogénesis”, “desorden”, “trastorno”, entre otros; van permeando en el vocabulario emocional y en lo más profundo de lo que nos hace ser personas. Uno se enamora de estos términos, y si uno tiene la mala suerte de sentirse emocionalmente convulso y vulnerable, a veces más que herramientas de diagnóstico y explicaciones científicas, se vuelven parte de los mantras negativos y culpa que uno suele ir desarrollando como mecanismos de defensa.
Y en segundo lugar, he de admitirme que después de tanto tiempo, uno siente que se vuelve inmune a esto, al cuestionarse esos mantras negativos, como un ancla inmovible, como una verdad absoluta.
Es gracioso sentarme acá después de un par de años con este blog y escribir sobre “recuperarse”. Abrí este blog después de haberme parado frente a una multitud en el TEDx MGA 2014 sintiendo que “me las sabía todas”, o que la situación estaba bastante más sobre mi control. A los 24 años, sentía que lo estaba haciendo todo bien, tenía un trabajo estable en el área de mis estudios que era en iguales partes un reto de aprender y la oportunidad de desplegar mis destrezas y conocimientos adquiridos, con unos jefes flexibles que tenían mucho amor para exigirme y entenderme; una familia atenta, comprensiva y siempre dispuesta a apoyarme económicamente y emocionalmente, amigos con los que podía discutir cualquier cosa, pedirles las dosis de cariño que necesitaba; cierta independencia de mi tiempo y mis recursos, combinada con el subsidio de no tener que mantener financieramente mi propia existencia al vivir en la casa de mi madre; haber iniciado yoga, meditación, ocio; todo lo que te dicen que hace a una persona plena.
Y después de un día para el otro todo cambió, cuando en abril del 2015, perdí a una persona muy querida. Es interesante lo que tomamos como “buenas reacciones”, porque casualmente hace un par de días compartía con uno de mis ex-compañeros de oficina, que me comentó que él miraba ese periodo como uno en el que “le hice bastante huevo”, cuando yo misma lo recuerdo como un periodo de muchísimo caos, en el cuál descuidé mucho mi cuerpo, mi mente, y mis emociones, pero guardando una funcionalidad tan bien coreografeado que hasta yo misma me la estaba creyendo completita.
Y otro cambio me dio una sacudida: en Diciembre del 2015, por circunstancias positivas que afectaron mi pequeño equipo laboral, me vi sin trabajo.
Confesaré que sentía a iguales partes mucho miedo, mucha felicidad porque era una oportunidad positiva para mis jefes, y muchísima incertidumbre sobre mi propio futuro. Perder mi trabajo no me descolocó en el sentido de sentirme sub-válida laboralmente o inadecuada, o pensar que mi futuro estaba en problemas, pero sí era el empujoncito que necesitaba la avalancha para comenzar a causar un gran desastre. Unas semanas después, ya privada de mi rutina perfecta que me daba la fachada de funcionalidad, una tarde de enero, lo mandé todo al carajo e intenté suicidarme.
El punto de este post no es precisamente ese intento de suicido, casi exitoso, desafortunadamente; sino lo que pasó después. Por estos días hace un año, salí del hospital absolutamente derrotada, absolutamente débil, absolutamente aterrorizada porque había sobrevivido y ahora me tocaba lo que no quería: vivir; y no solo eso, sino que me tocaba vivir sin muchas de esas muletas que habían logrado echar a andar mi vida por tanto tiempo, y así, de repente, sintiendo que lo había perdido todo, a los casi 26 años, me tocó volver a comenzar.
Es tan interesante la ilusión del control, me pasé todo el año pasado sintiendo que había perdido el control, al principio porque mi recuperación pasó a manos de mi médico y mi madre, y porque mi propio cuerpo no me respondía, por maltrato y porque estaba en un proceso de recuperar facultades físicas y mentales, y después por la sensación de impaciencia e inutilidad que da el hecho de estar postrada en cama. La desesperación y la angustia, combinada por el alivio de tener a mi hermana menor cerca acompañando la recuperación, me hacían sentir una carga más, una carga súper pesada para la gente que poblaba mi realidad.En esos tiempos mi mejor amiga acudió a mí para pedirme que la ayudara a salir de un cuello de botella de su trabajo como fotógrafa profesional; del cual logramos como equipo salir en tiempo y forma, y ya que nos había ido tan bien, me pidió que trabajara con ella y ahora somos un pequeño equipo de fotógrafas profesionales.
Ese nuevo trabajo, como fotógrafa, es algo bastante simbólico para mí. Hace ya 10 años trabajo en fotografía y me enfrentó al reto de trabajar y generar dinero de una de las cosas que eran sagradas para mí, ya que nunca había pensado en fotografía como un “trabajo”, aunque tampoco un “hobbie” sino como una herramienta de exploración personal y artística, y “remangarse la camisa” en ello me hizo valorar que el primer “skill laboral” que adquirí en la vida, siendo una adolescente de 15-16 años, es el que ahora me ha permitido ganarme la vida, y convertido a la fotografía comercial como una herramienta de recuperación diferente a lo que yo misma me hubiese imaginado.
Me creé una nueva rutina, y volví a crear mecanismos que hacían la mímica de “funcionar”: trabajar, salir con los amigos, dormir hasta tarde. Pasaron meses, fui a Europa a ver a mi hermana y volví sintiéndome muy inquieta, convencida que mi lugar no estaba acá, que mi lugar tal vez estaba en Europa y estaba siendo robada de “la verdadera vida que podría estar viviendo”, inquieta por tratar de “volver a comenzar”, frustrada de mi pequeña rutina, de mis pequeños espacios que sentían que me asfixiaban.
En diciembre del 2016 me di cuenta que me he estado mintiendo por mucho tiempo, me di cuenta que necesitaba un cambio, y circunstancias de la vida me llevaron a tomar la decisión de irme de la casa de mi madre. Junto con las dos personas con las que ahora vivo, tomamos la tarea de buscar una nueva casa, y en el proceso aprendí mucho sobre mis vicios y mis necesidades, la alegría de encontrar una casa y sentirla perfecta, mudarse y crear un espacio; y en el camino, de muchos de los miedos, engaños y prejuicios que he tenido encerrados en mi cabeza de una manera tan profunda que ni yo misma lo podía ver con claridad.
No me mudé con grandes amigos de siempre, tampoco con perfectos desconocidos, sólo con un par de seres humanos que una buena corazonada me dijo que podría ser lo correcto; pero sí hubo una plática muy franca sobre lo que podría ser convivir con una persona que tiene trastorno bipolar. Llegué acá sintiéndome una carga, menos convencida de lo que tal vez exteriorizaba, no lo consulté con mi psiquiatra, a algunas personas a mi alrededor les pareció un poco impulsivo, pero fue un salto de fe. Me di cuenta, en este proceso, que era el momento de volver a pedir ayuda.
A los 21 años, para los tiempos de mi primer diagnóstico, pedir ayuda implicó muchos quiebres, sacrificios, causé mucho dolor; dejé, por ejemplo, al que por mucho tiempo pensé que podría haber sido el amor de mi vida, más que una decisión consciente lo miraba como “algo que debía hacer”; y tal vez tenía miedo de pensar que el tipo de ayuda que estaba recibiendo, y que tanto me había costado, era insuficiente porque yo misma era insuficiente, y no porque tal vez tenía más de un tipo de necesidad. Me odié y castigué mucho tiempo por tener “más necesidades”, ¿por qué otras personas no tienen estas necesidades y yo sí? ¿por qué otras personas no tienen que luchar con la eterna negociación de tomar medicación y yo sí? ¿Por qué otras personas no son una carga y yo sí? Y en un pacto por la paz de la convivencia con estas nuevas personas con las que decidí compartir mi vida y espacio, decidí comenzar terapia psicológica.
Todo es tan hermoso en retrospectiva, uno ve atrás y piensa que las cosas fueron cayendo por su propio peso y que “las cosas estaban destinadas a ser”; pero no, debemos darnos nuestro lugar como actores sobre nuestras propias vidas. Hace unas semanas comencé el nuevo y difícil proceso de la terapia, sin abandonar mi tratamiento psiquiátrico. Es mi nuevo proyecto anual; como ir al gimnasio o bajar 15 libras. Y en este proyecto está esta nueva casa, este nuevo espacio, que me ha sorprendido por haberse convertido en ese espacio que buscaba tanto, ese trabajo que necesitaba para dejar de evadirme, y de convertir esa pantomima de la funcionalidad en una verdadera comodidad con mi mente, mi cuerpo y mis emociones.
Hace unas lunas leí en algún testimonio:
“we never fake being ill- but we’re masters at faking being well”
(Nunca fingimos estar mal, pero somos muy buenos en fingir estar bien), y ahora, en este nuevo comienzo, acepto que la recuperación no es un camino lineal, o sin tropiezos, o que por el hecho de tener 6 años de estar lidiando activamente con mi condición de ser bipolar las cosas estén escritas en piedra, o que las cosas mágicamente van a mejorar si ignoro las cosas que me molestan lo suficiente, si me escondo lo suficiente, si callo lo suficiente.
Aceptar que la recuperación es un camino golpeado, aunque tiemblen las manos sólo por escribir estas palabras, es el primer paso de aceptar que merezco la lucha, y aceptar que esta lucha es para estar más cómoda en mi propia piel, más que para evitar sentir que soy una carga para otros, siempre dispuesta a desaparecer, o a seguir queriendo a las personas a mi alrededor, pero teniendo siempre una salida de emergencia, una pistola en la espalda; es una promesa de amor, mi siguiente gran proyecto.
Esta publicación apareció primero en Pequeñas Vorágines.